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LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE

cendiesen velas, faroles y linternas día y noche. En cuanto á las cenizas del efrit, fueron aventadas bajo la maldición de Alah.

La tristeza acarreó al sultán una enfermedad que le tuvo á la muerte. Esta enfermedad le duró un mes entero. Y cuando hubo recobrado algún vigor, me llamó á su presencia y me dijo: «¡Oh joven! Antes de que vinieses vivíamos aquí nuestra vida en la más perfecta dicha, libres de los sinsabores de la suerte. Ha sido necesario que tú vinieses y que viéramos tu hermosa letra para que cayesen sobre nosotros todas las aflicciones. ¡Ojalá no te hubiésemos visto nunca á ti, ni á tu cara de mal agüero, ni á tu maldita escritura! Porque primeramente ocasionaste la pérdida de mi hija, la cual, sin duda, valía más que cien hombres. Después, por causa tuya, me quemé lo que tú sabes, y he perdido la mitad de mis dientes, y la otra mitad casi ha volado también. Y por último, ha perecido mi pobre eunuco, aquel buen servidor que fué ayo de mi hija. Pero tú no tuviste la culpa, y mal podrías remediarlo ahora. Todo nos ha ocurrido á nosotros y á ti por voluntad de Alah. ¡Alabado sea, por permitir que mi hija te desencantara, aunque ella pereciese! ¡Es el Destino! Ahora, hijo mío, debes abandonar este país, porque ya tenemos bastante con lo que por tu causa nos ha ocurrido. ¡Alah es quien todo lo decreta! ¡Sal, pues, y vete en paz!»

Entonces, ¡oh mi señora! abandoné el palacio del rey, sin fiar mucho en mi salvación. No sabía