torno suyo, y todos los pasajeros se perderán sin remedio, y todos los hierros de las naves se irán á pegar á la montaña. ¡No habrá salvación posible mientras no se precipite el jinete al mar!»
Dicho esto, ¡oh señora mía! el capitán continuó derramando abundantes lágrimas, y juzgamos segura é irremediable nuestra pérdida, despidiéndose cada cual de sus amigos.
Y así fué; porque apenas amaneció, nos vimos próximos á la montaña de rocas negras imantadas, y las aguas nos empujaban violentamente hacia ella. Y cuando las diez naves llegaron al pie de la montaña, los clavos se desprendieron de pronto y comenzaron á volar por millares, lo mismo que todos los hierros, y fueron á adherirse á la montaña. Y nuestros barcos se abrieron, siendo precipitados al mar todos nosotros.
Pasamos el día entero á merced de las olas, ahogándose la mayoría y salvándonos otros, sin que los que no perecimos pudiéramos volver á encontrarnos, pues las corrientes terribles y los vientos contrarios nos dispersaron por todas partes.
Y Alah el Altísimo, ¡oh señora mía! me quiso salvar para reservarme nuevas penas, grandes padecimientos y enormes desventuras. Pude agarrarme á uno de los tablones que sobrenadaban, y las olas y el viento me arrojaron á la costa, al pie de la Montaña del Imán.
Allí encontré un camino que conducía á la cumbre, y estaba todo él hecho de escalones tallados en