se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.
No bien llegué á la primera habitación, me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían á cuál dirigirse con preferencia á las demás, y me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.
Entonces todas se levantaron al verme, y con voz armoniosa me dijeron: «¡Que nuestra casa sea la tuya, ¡oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y nuestros ojos!» Y me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: «¡Oh señor, somos tus esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas!»
Luego todas se pusieron á servirme: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cinturón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromatizada con flores. Y ésta me miraba, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de mí, y aquella otra hacía ondular su talle sobre sus muslos. Y la una suspiraba: «¡Ay!», y la otra: «¡Huy!», y esta me decía: «¡Ojos míos!», la de más allá: «¡Oh alma