ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban abiertas y permitían ver aposentos espaciosos, cada uno de los cuales contenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala estaba atestada de enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un huevo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza á la primera, y aparecía repleta de diamantes, rubíes rojos, rubíes azules[1] y carbunclos. En la tercera había esmeraldas solamente; en la cuarta montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima, monedas de plata de todas las naciones. Las demás salas estaban llenas de cuantas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, cornalinas de los más varios colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las preseas, en fin, usadas en las cortes de reyes y de emires.
Y yo, ¡oh señora mía! levanté las manos y los ojos y di gracias á Alah el Altísimo por sus beneficios. Y así seguí cada día abriendo una ó dos ó tres puertas, hasta el cuadragésimo, creciendo diariamente mi asombro, y ya no me quedaba mas que la llave de la puerta de bronce. Y pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor feli-
- ↑ Es decir, zafiros.