cidad pensando en ellas, en la dulzura de sus ademanes, en la frescura de sus carnes, en la dureza de sus muslos, en la estrechez de sus vulvas, en la redondez y volumen de sus nalgas, y en sus gritos cuando me decían: «¡Ay, ojos míos! ¡Ay, alma mía!» Y exclamé: «¡Por Alah! ¡Nuestra noche va á ser una noche blanca y bendita!»
Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la tentación pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mi olfato notó un olor muy fuerte y hostil á los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí. Cuando me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví á abrir, aguardando á que el olor fuese menos penetrante.
Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías perfumadas de ámbar gris é incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aromático, que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas y candelabros vi un maravilloso caballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y la trasera izquierda tenían asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca perfumada con rosas.