la mirada enternecida de Alah, clemente y misericordioso.
Al venir al mundo fueron delicadamente mecidas por las manos de la lustral Doniazada, su buena tía, que grabó sus nombres sobre hojas de oro coloreadas de húmedas pedrerías y las cuidó bajo el terciopelo de sus pupilas hasta la adolescencia dura, para esparcirlas después, voluptuosas y libres, sobre el mundo oriental, eternizado por su sonrisa.
Yo os las entrego tales como son, en su frescor de carne y de roca.
Sólo existe un método honrado y lógico de traducción: la «literalidad», una literalidad impersonal, apenas atenuada por un leve parpadeo y una ligera sonrisa del traductor. Ella crea, sugestiva, la más grande potencia literaria. Ella produce el placer de la evocación. Ella es la garantía de la verdad. Ella es firme é inmutable, en su desnudez de piedra. Ella cautiva el aroma primitivo y lo cristaliza. Ella separa y desata. Ella fija.
La literalidad encadena el espíritu divagador y lo doma, al mismo tiempo que detiene la infernal facilidad de la pluma. Yo me felicito de que así sea; porque, ¿dónde encontrar un traductor de genio simple, anónimo, libre de la necia manía de su renombre?...
Las dificultades del idioma original, tan duras para el traductor académico, que ve en las obras la letra antes que el espíritu, se convierten entre los dedos del amoroso del balbuceo oriental en espirales tan bellas, que muchas veces no se atreve á desenlazarlas por miedo á que pierdan su originalidad.