¡En cuanto á la acogida que tendrán estas joyas orientales!... El Occidente, amanerado y empalidecido por la asfixia de sus convencionalismos verbales, tal vez fingirá susto y asombro al oír el franco lenguaje—gorjeo simple, sonoro y juvenil—de estas muchachas sanas y morenas, nacidas en las tiendas del desierto, que ya no existen.
Entienden poco de malicia las huríes.
Y los pueblos primitivos, dice el Sabio, llaman las cosas por su nombre y no encuentran nunca condenable lo que es natural, ni licenciosa la expresión de lo natural. (Entiendo por pueblos primitivos todos aquellos que aún no tienen una mancha en la carne ó en el espíritu, y que vinieron al mundo bajo la sonrisa de la Belleza.)
Además, la literatura árabe ignora totalmente ese producto odioso de la vejez espiritual: la intención pornográfica. Los árabes ven todas las cosas bajo el aspecto hilarante. Su sentido erótico sólo conduce á la alegría. Y ríen de todo corazón, como niños, allí donde un puritano gemiría de escándalo.
Todo artista que ha vagabundeado por Oriente y cultivado con amor los bancos calados de los adorables cafés populares en las verdaderas ciudades musulmanas y árabes: el viejo Cairo con sus calles llenas de sombra, siempre frescas; los zocos de Damasco, Sana del Yemen, Mascata ó Bagdad; todo aquel que ha dormido en la estera inmaculada del beduino de Palmira, que ha partido el pan y saboreado la sal fraternalmente en la soledad gloriosa del desierto con Ibn-Rachid, el suntuoso, tipo neto del árabe auténtico, ó que ha gustado la exqui-