motivo de que te hayas lavado las manos ciento veinte veces seguidas.» Entonces nos refirió lo si- guiente: <Sabed, ¡oh todos vosotros! que mi padre era un mercader entre los grandes mercaderes, el princi- pal de los mercaderes de la ciudad de Bagdad en tiempo del califa Harún Al-Rachid. Y eran sus de- licias el vino en las copas, los perfumes de las flo- res, las flores en su tallo, cantoras y danzarinas, los ojos negros y las propietarias de estos ojos. Así es que cuando murió no me dejó dinero, porque todo lo había gastado. Pero como era mi padre, le hice un entierro según su rango, di festines fúne- bres en honor suyo, y le llevé luto dias y noches. Después fuí á la tienda que había sido suya, la abrí, y no hallé nada que tuviese valor; al contrario, supe que dejaba muchas deudas. Entonces fui á buscar á los acreedores de mi padre, rogándoles que tuviesen paciencia, y los tranquilicé lo mejor que pude. Después me puse á vender y comprar, y á pagar las deudas, semana por semana, conforme á mis ganancias. Y no dejé de proceder del mismo modo hasta que pagué todas las deudas y acrecenté mi capital primitivo con mis legitimas ganancias. Pero un día que estaba yo sentado en mi tienda, vi avanzar montada en una mula torda, un milagro entre los milagros, una joven deslumbrante de her- mosura. Delante de ella iba un eunuco y otro de- trás. Paró la mula, y á la entrada del zoco se apeó, y penetró en el mercado, seguida de uno de los dos
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Apariencia