preparó la mejor de todas las muías, le puso una silla guarnecida de brocado y de oro, con estribos indios y una gualdrapa de terciopelo de Ispahán. Y lo hizo tan bien, que la muía parecía una recién casada con su traje nuevo y brillante. Después to- davía dispuso Nureddin que le echasen encima de todo un tapiz grande de seda y otro más pequeño de raso, terminado lo cual, colocó entre los dos ta- pices la alforja llena de oro y de alhajas.
En seguida dijo á este esclavo y á todos los de- más: «Me voy á dar una vuelta por fuera de la ciu- dad, hacia la parte de Kaliubia, donde pienso pasar tres noches. Siento una opresión en el pecho, y voy ¿i dilatar mis pulmones respirando el aire libre. Pero prohibo á todo el mundo que me siga.»
Y provisto de víveres para el camino, montó en la muía y se alejó rápidamente. No bien salió del Cairo, anduvo tan ligero, que al mediodía llegó á Belbeis, donde se detuvo. Bajó de la muía para descansar y dejarla descansar, comió algo, com- pró en Belbeis cuanto podía necesitar para él y para la muía, y reanudó el viaje. Dos días después, precisamente al mediodía, merced al paso de su muía, entró en Jerusalén, la ciudad santa. Allí se apeó de la ínula, descansó y la dejó reposar, ex- trajo del saco algo de comida, y después de ali- mentarse colocó el saco en el suelo para que le sirviese de almohada, luego de haber extendido el tapiz grande de seda, y se durmió, pensando siem- pre con indignación en la conducta de su hermano.