de la gentil mano, adornada de sortijas de diamantes, que había huroneado en aquel camino de perdición, era una joven feérica, ¡oh mi señor sultán! que me miraba riendo. Y era como el jazmín. Y le dije: «Confianza y amistad, ¡oh mi señora! El mercader y su mercancía son de tu propiedad. Pero dime de qué parterre eres la rosa, de qué ramillete eres el jacinto, de qué jardín eres el ruiseñor, ¡oh la más deseable de las jóvenes!» Y mientras hablaba así, tuve mucho cuidado de no soltarla.
Entonces, sin el menor azoramiento en el gesto ni en la voz, la joven me hizo seña de que me levantara, y me dijo: «¡Ya Si-Moin! Levántate y sígueme, si deseas saber quién soy y cuál es mi nombre.» Y yo, sin vacilar ni un instante, como si la conociese desde hacía mucho tiempo, ó como si fuera yo su hermano de leche, me levanté, y después de sacudirme el traje y ajustarme el turbante, eché á andar á diez pasos de ella para no llamar la atención, pero sin perderla de vista ni un momento. Y de tal suerte llegamos al fondo de un retirado callejón sin salida, en donde me hizo señas de que podía acercarme sin temor. Y la abordé sonriendo, y sin tardanza quise hacer respirar á su lado el aire al niño de su padre. Y para no quedar por tonto ni por idiota, hice salir al niño consabido, y le dije: «Aquí le tienes, ¡oh mi señora!» Pero ella me miró con aire despreciativo, y me dijo: «Guárdale, ¡oh capitán Moin! porque se va á resfriar.» Y contesté con el oído y la obediencia, y añadi: «No hay in-