noches, y sus miradas hechiceras alumbran nuestro ca- mino!
¡Pero si me acerco, para calentarme al fuego de sus ojos, me rechazan dos centinelas: sus dos senos erectos y duros como la piedra!
Y Schahrazada la paseó, á pasos lentos, por delante
de los dos reyes y de todos los invitados. Y el recién
casado se aproximó á mirarla muy de cerca y volvió á
subir á su trono, encantado. Y Schahrazada la besó lar-
gamente, le cambió sus vestidos y le puso un traje de
raso verde brochado de oro y sembrado de perlas. Y le
arregló simétricamente los pliegues, y le ciñó la frente
con una ligera diadema de esmeraldas. Y Doniazada,
aquella rama de ban alcanforada, dió la vuelta á la sala,
sostenida por su querida hermana. Y fué un encanto. Y
no ha mentido el poeta cuando ha dicho de ella:
¡Las hojas verdes joh joven! no velan de manera más
encantadora la flor roja de la granada, que te vela á ti tu
verde túnica!
Y le dije: «¿Cuál es el nombre de ese vestido, ¡oh jo- ven!?» Ella me dijo: «No tiene nombre: es mi camisa.»
Y exclamé: «¡Qué maravillosa es tu camisa, que nos traspasa el hígado! ¡En adelante, la llamaré la camisa punzadora del corazón!»>
Luego Schahrazada cogió á su hermana por el talle,
y se encaminó lentamente con ella, entre las dos filas de
invitados y ante los dos reyes, á los aposentos interio-
res. Y la desnudó y la preparó y la acostó y le recomen-
dó lo que tenía que recomendarle. Después la besó llo-
rando, porque era la primera vez que se separaba de