¡Porque llega la princesa Donia!» El jeque con- testó: «¡Oh mi buen eunuco! ¡No hay nadie en el jardín!» Y se apresuró á abrir las dos hojas de la puerta.
Entonces vi llegar á la princesa Donia, y crei que era la misma luna que bajaba à la tierra. Tal era su hermosura, que me quedé clavado en el sitio, aturdido, sin movimiento, muerto. La seguía con la mirada, sin poder respirar, á pesar del afán que sentía por hablarle. Y permanecí inmóvil durante todo el paseo de la princesa, lo mismo que el se- diento del desierto que cae sin fuerzas á orillas del lago y no puede arrastrarse hasta la onda líquida.
Comprendi entonces, ¡oh mi señor! que ni la princesa Donia ni ninguna otra mujer correrían peligro junto á mí.
Aguardé, pues, que se alejase la princesa, me despedí del jeque, y marché en busca de los merca- deres de la caravana, diciendo para mí: «¡Oh Aziz! ¿Qué han hecho de ti, Aziz? ¡Un vientre liso que ya no puede domar á las enamoradas! ¡Vuelve junto á tu pobre madre, y allí podrás morir en paz, en la casa vacía y sin dueño! ¡Porque la vida ya no tiene ningún objeto para ti!» Y á pesar de los trabajos que había pasado para llegar á aquel reino, fué tal mi desesperación, que no quise poner en práctica las palabras de Aziza, aunque me había asegurado formalmente que la princesa Donia sería la causa de mi felicidad.
Salí, pues, con la caravana, encaminándome á