la, pero la vieja exclamó: «¡Oh hija mia! Dame ese papel. ¡Ha debido enredárseme entre el pelo en casa de ese mercader maldito! ¡Voy á devolvérselo inmediatamente!» La princesa no le hizo caso y se puso á leer sú contenido. Después, frunciendo el ceño, exclamó: «¡Ah malvada Dudú! Este es uno de tus ardides. Pero ¿quién habrá enviado á ese des- vergonzado mercader? ¿De qué tierra se atreverá á venir hasta mí? ¿Cómo podria mirar á ese hombre que no es de mi raza ni de mi sangre? ¡Ah, Dudú! ¿No te había dicho que ese insolente cobraría más alientos con mi carta?» Y la vieja dijo: «¡Es ver- daderamente el Cheitán! ¡Su audacia es una auda- cia del infierno! Pero ¡oh hija y señora mia! Escri- bele por última vez, y salgo fiadora de que ha de someterse á tu voluntad. ¡Y si no, que sea sacri- ficado, y yo con él!» Entonces la princesa Donia cogió la pluma, y ritmicamente escribió estas pa- labras:
<¡Insensato que duermes confiadamente, cuando la
desventura y el peligro se ciernen en el aire que respiras!
»¿Ignoras que hay rios cuya corriente no se puede
remontar y que hay soledades que nunca pisará ningún
pie humano?
»¿Piensas tocar las estrellas de lo infinito, cuando
todos los hombres unidos no podrían llegar á los prime-
ros astros de la noche?
»¿Te atreverás aún en tus sueños á acariciar entre
tus brazos la cintura de las huries?