ses. Pero un dia en que el amor le arrebató hasta el último límite, Diadema dijo: «¡Oh adorada de mis entrañas! ¡Aún nos falta una cosa para que nuestro amor sea completo!» Ella, asombrada, re- puso: «¡Oh Diadema, luz de mis ojos! ¿Qué puedes desear más? ¿No posees mis labios y mis pechos, mis muslos y toda mi carne, y mis brazos que te enlazan, y mi alma que te desea? Si anhelas toda- via otras cosas de amor que yo no conozca, ¿por qué tardas en hablarme de ellas? ¡Verás inmediata- mente si tardo en ejecutarlas!» Diadema dijo: «¡Oh alma mia! No se trata de eso. Déjame revelarte quién soy. Sabe, ¡oh princesa! que soy un hijo de rey y no un mercader del zoco. Y el nombre de mi padre es Soleimán, soberano de la Ciudad Verde y de las montañas de Ispahán. Y él fué quien en otro tiempo envió su visir para pedir tu mano para mi. ¿No recuerdas que entonces rechazaste esta unión, y amenazaste al jefe de los eunucos que te hablaba de ella? Pues bien; realicemos hoy lo que nos negó el pasado, y marchemos juntos hacia la verde Ispahȧn.»
La princesa Donia, al oir estas palabras, se en- lazó más alegre al cuello del hermoso Diadema, y efusivamente le contestó: «¡Escucho y obedezco!» Y ambos, aquella noche, dejaron que el sueño les ven- ciese por primera vez, pues durante los diez meses transcurridos, el albor de la mañana los sorprendía entre abrazos, besos y otras cosas semejantes.
Y mientras dormían los dos amantes, cuando