mos descansado de esta larga marcha, chocarán nuestras armas. Y si soy vencido, nuestros guerre- ros tendrán que buscar su salvación en la fuga.»
Entonces el anciano regresó junto al rey de Constantinia y le transmitió la respuesta. Y el rey estuvo á punto de volar de alegria al enterarse, pues estaba seguro de matar á Scharkán, y había tomado todas sus disposiciones para ello. Y pasó aquella noche comiendo, y bebiendo, y rezando, y diciendo oraciones. Y cuando llegó la mañana, avanzó montado en un alto corcel de batalla. Ves- tía una cota de malla de oro, en el centro de la cual brillaba un espejo enriquecido con pedreria; lleva- ba en la mano un sable grande y corvo, y se había echado al hombro un arco fabricado al estilo occi- dental. Y cuando estuvo muy cerca de las filas musulmanas, se levantó la visera y gritó: «¡Heme aquí! ¡El que sabe quién soy, debe saber á qué ate- nerse; y el que ignora quién soy, me conocerá muy pronto! ¡Oh vosotros todos! ¡soy el rey Afridonios, cuya cabeza está cubierta de bendiciones! >>
Pero no había acabado de hablar, cuando apa- reció frente à él el príncipe Scharkán, montando un hermoso caballo que valía más de mil monedas de oro rojo, y cuya silla era de brocado, bordada con perlas y pedrerias. Llevaba en la mano una espada india nielada de oro, cuya hoja era capaz de cortar el acero y de nivelar todas las cosas. Llevó su caballo hasta muy cerca del de Afrido- nios, y gritó: ¡Guárdate, miserable! ¿Me tomas por