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EDIPO, REY

videncia, que no tengamos que olvidarnos de tu primer beneficio, si después de habernos levantado caemos de nuevo en el abismo. Con los mismos felices auspicios con que entonces nos proporcionaste la bienandanza, dánosla ahora. Siendo soberano de esta tierra, mejor es que la gobiernes bien poblada como ahora está, que no que reines en un desierto; porque de nada sirve una fortaleza o una nave sin soldados o marinos que la gobiernen.

Edipo.—¡Dignos de lástima sois, hijos míos! Conocidos me son, no ignoro los males cuyo remedio me estáis pidiendo. Sé bien que todos sufrís, aunque de ninguno de vosotros el sufrimiento iguala al mío. Cada uno de vosotros siente su propio dolor y no el de otro; pero mi corazón sufre por mí, por vosotros y por la ciudad; y de tal modo, que no me habéis encontrado entregado al sueño, sino sabed que ya he derramado muchas lágrimas y meditado sobre todos los remedios sugeridos por mis desvelos. Y el único que encontré, después de largas meditaciones, al punto lo puse en ejecución; pues a mi cuñado Creonte, el hijo de Meneceo, lo envié al templo de Delfos para que se informe de los votos o sacrificios que debamos hacer para salvar la ciudad. Y calculando el tiempo de su ausencia, estoy con inquietud por su suerte; pues tarda ya mucho más de lo que debiera. Pero esto no es culpa mía; mas si que lo será si en el momento que llegue no pongo en ejecución todo lo que ordene el dios.

Sacerdote.—Pues muy a propósito has hablado, porque éstos me indican que ya viene Creonte.

Edipo.—¡Oh rey Apolo! Ojalá venga con la fortuna salvadora, como lo manifiesta en la alegria de su semblante.

Sacerdote.—A lo que parece, viene contento; pues