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—¿Nada más que una semana?—balbuceó el otro con una voz apenas comprensible.

—Nada más, viejo mío. La muerte no esperará. No tiene piedad.

Y habiendo alzado su enorme puño añadió, después de mirarle un instante:

—¡Mírale! ¿Es forzudo eh? Podría matar a cualquiera y, sin embargo... Yo también... ¡Sí, yo también! ¡Ah, mi pobre chantre, qué tonto eres! «¡Visitaré el monasterio, la catedral!...» No, viejo; ya no visitarás nada...

El rostro del chantre se había puesto amarillo. No podía ni hablar, ni llorar, ni gemir. Silencioso dejó caer la cabeza sobre la almohada, y esquivando la luz del día se tapó la cara con la sábana. Pero Lorenzo Petrovich no tenía ganas de callarse, como si aquellas palabras crueles le hicieran un bien. Y con una hipócrita honradez continuó:

—Sí, mi padrecito; una semana nada más. No tendrás tiempo de ir a los baños del Comercio. Quizá te pongan un baño caliente en el infierno... Es muy probable...

En este momento entró el estudiante y Lorenzo Petrovich calló. Se tapó también la cabeza con la sábana; pero se la quitó en seguida, y mirando con ironía al estudiante le preguntó, con la misma hipócrita hombría de bien y con una sonrisa de maldad:

—¿Y la señorita? ¿Tampoco hoy vendrá?

—No... no está bien de salud—respondió fríamente el estudiante.