masiado abatido. Pensaba más en esto que en la muerte de su hija.
Así recto, con aire altivo, acompañó a Vera al cementerio y volvió a su casa. Cuando llegó a la puerta su espalda se curvó un poco; pero era porque su talla era demasiado elevada y todas las puertas eran demasiado bajas para él.
Entró en el cuarto de su mujer y no pudo ver bien su rostro; pero después de examinarlo más de cerca quedó sorprendido al verla completamente tranquila, sin lágrimas. Sus ojos no tenían ninguna expresión: estaban mudos, inmóviles, como todo el cuerpo inerte.
—¡Qué!, ¿cómo te encuentras?
No se movió. El pope Ignacio le puso la mano en la frente: estaba fría y húmeda. Los ojos de la vieja, profundos y grises, no expresaban ni dolor ni cólera.
—Me voy a mi cuarto—dijo el pope Ignacio, que experimentaba algún malestar.
Pasó al salón, donde todo estaba limpio como siempre y donde los sillones cubiertos con fundas blancas parecían muertos envueltos en sudarios. En una ventana había colgada una jaula, pero estaba vacía y abierta su puertecita.
—¡Anastasia!—gritó, y su voz fuerte le asustó a él mismo—. ¡Anastasia!—llamó más bajo—. ¿Dónde está el canario?
La cocinera, que de tanto llorar tenía la nariz roja e hinchada, respondió gravemente:
—¡El canario ha volado!