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—¿Por qué has abierto la jaula?—dijo el pope frunciendo las cejas.

Ella se echó de nuevo a llorar y dijo, enjugándose las lágrimas con la punta del delantal:

—Era el alma de la pobre señorita... No me atrevía a detenerla.

Al pope Ignacio le pareció que el pequeño canario amarillo que cantaba tan bien era verdadera mente el alma de su Vera, y que si no hubiera volado no podría estar seguro de la muerte de su hija.

—¡Vete!—dijo enfadado—. ¡Qué bestia eres!...


II


En la casita reinaba el silencio. No era la tranquilidad, que no es mas que la ausencia de cuidados, sino el silencio; aquellos que podrían hablar parecen no querer decir nada. Al entrar el pope Ignacio en el cuarto de su mujer encontró en ella una mirada tan densa como si toda la atmósfera fuera de plomo y pesara grandemente sobre la cabeza y sobre los hombros. Examinó mucho tiempo los cuadernos de música de Vera, sus libros y su retrato en colores, que había traído ella de Petersburgo. Recordaba el arañazo que había visto en la mejilla de su hija cuando la hallaron muerta y cuyo origen no podía comprender: el tren que la aplastó había dejado intacta su cabeza; de otro modo la hubiera destrozado completamente. ¿De dónde procedía aquel arañazo?

Pero procuraba no pensar en la muerte de Vera,