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la muerte de Vera. Hacía calor. El cementerio estaba desierto y tranquilo como si no fuera de día, sino una noche clara. El pope Ignacio caminaba derecho, sin curvar la espalda y miraba serenamente a su alrededor no queriendo comprender que no era ya el mismo, que sus piernas se habían hecho más débiles, que su larga barba era ya toda blanca, como helada.

La tumba de Vera se encontraba en el extremo del cementerio, donde ya no había senderos llenos de arena. El pope Ignacio se perdía casi entre las pequeñas colinas verdes, que eran tumbas abandonadas, olvidadas. De vez en cuando veía antiguos monumentos descuidados, rejas abismadas y grandes lápidas sepulcrales hundidas hasta la mitad en la tierra.

Una de aquellas lápidas tapaba la tumba de Vera. Estaba cubierta por un montecillo amarillento, pero a su alrededor todo verdeaba. Dos árboles mezclaban su follaje en lo alto de la tumba.

Sentado sobre una tumba vecina, el pope Ignacio miró al cielo, donde, inmóvil, estaba suspendido el disco solar, y sintió el silencio profundo, incomparable, que reina en los cementerios cuando no hace viento. Este silencio lo inundaba todo, traspasaba los muros e invadía la ciudad.

El pope Ignacio miró la tumba de Vera, la hierba que había crecido allí, y su imaginación se negaba a creer que allí, bajo aquella hierba, a dos pasos de él, se encontraba su hija. Aquella proximidad le parecía inconcebible y le turbaba profunda-