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Sus hombros eran sacudidos por los sollozos, y continuó hablando como a un niño pequeño:

—Es tu viejo padre quien te suplica, te implora, Verita mía. El, que nunca conoció las lágrimas, está llorando ahora. Tu dolor es el mío, tus sufrimientos son más que míos. No son ni los sufrimientos ni la muerte lo que me atemoriza. Pero tú, que eras tan tierna, tan frágil, tan débil, tan tímida... ¿Te acuerdas una vez que te pinchaste tu dedito cómo llorabas con lágrimas ardientes? ¡Niña mía querida! Bien sé que me amas. Todas las mañanas me besas la mano. Díme por qué sufres y yo aplastaré tu dolor con mis manos. Todavía son fuertes mis manos...

Levantó los ojos suplicantes.

—¡Dílo!

Tendió los brazos como en plegaria.

—¡Dilo!

Pero un silencio profundo reinaba en la habitación. A lo lejos se oía el silbido prolongado de una locomotora.

El pope Ignacio se levantó, y retrocediendo hacia la puerta repitió una vez más:

—¡Dílo!

Y la respuesta era un silencio de muerte.


IV


Al día siguiente, después del solitario desayuno, se fué al cementerio por primera vez después de