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—¿Por qué?—preguntó roja de alegría como una joven a la que se acaba de decir un galanteo.
Pero junto a la alegría tenía también miedo por Valia. Se había hecho tan raro, tan tímido... Tenía hasta miedo de dormir solo como había sido su costumbre hasta entonces. Con frecuencia lloraba y soñaba durante la noche.
—¿Por qué?—repitió.
—No te lo podría decir. Pregúntalo más bien a papá. El también es mi papá y no mi tío—dijo resueltamente.
—No, mi pequeño Valia; era verdad: aquella mujer es tu mamá.
Valia reflexionó un poco y respondió, imitando al tío:
—¡Encuentras siempre un placer en decir sandeces!
Nastasia Filipovna rió. Pero antes de acostarse habló largamente con su marido, que gruñó como un tambor turco, tronó contra los abogados y las mujeres que abandonan a sus hijos y después los dos fueron a ver cómo dormía Valia. Contemplaron largo rato al muchacho dormido. La llama de la bujía que Gregorio Aristarjovich llevaba en la mano oscilaba y daba al rostro del niño, blanco como la almohada en que descansaba su cabeza, un aspecto fantástico. Parecía que sus ojos negros, de largas pestañas, miraban severamente exigiendo una respuesta y amenazando con grandes desgracias, mientras sus labios conservaban una sonrisa extraña, irónica. Se diría que misteriosos y