aquel miedo secreto que envolvía su rostro como un velo misterioso y desfiguraba sus rasgos. En la imaginación de Valia era ya una mujer como todas las demás. Oía decir frecuentemente que era desgraciada y no podía comprender por qué; pero aquella pálida faz de la que parecía que habían chupado toda la sangre se hacía para él más simple, más natural y comprensible. La «pobre mujer», como se calificaba, comenzaba a interesarle; se acordaba de las otras pobres mujeres, de las que había leído en sus libros, y experimentaba hacia ella una piedad mezclada con ternura tímida. Se la figuraba sola en una habitación negra, llena de miedo y llorando sin cesar como lloraba el día de su visita. Hasta lamentaba haberla contado tan mal entonces la historia del rey Bova...
Se vió que tres jueces podían no estar de acuerdo con lo que habían decidido otros tres jueces: el tribunal de casación anuló el veredicto del tribunal anterior y la madre de Valia adquirió el derecho de llevársele a su casa. El Senado confirmó el veredicto del tribunal de casación.
Cuando aquella mujer vino a llevarse a Valia Gregorio Aristarjovich no estaba en casa: se había acostado en la cama de Talonsky, enfermo de rabia y de dolor. Nastasia Filipovna se había encerrado en su cuarto con Valia, que estaba ya dispuesto para el viaje. La criada condujo a Valia adonde le esperaba su madre, que era en el sa-