Se sentía el odio en su voz seca. La hubiera oca sionado placer haber dado con el pie a la otra mu jer, que permanecía arrodillada junto a Valia.
—¡No tienen corazón! ¡Querían quedarse con mi único hijo!—dijo con cólera y tiró de Valia hacia sí.
—¡Vamos, no seas como tu padre, que me abandonó!
—Sea usted para él una buena madre—gimió Nastasia Filipovna. Los trineos avanzaban suavemente y sin ruido llevándose a Valia de la casa tranquila con sus bonitas flores, su mundo misterioso de bellos cuentos, infinito y profundo como el océano; con sus ventanas, cuyos cristales estaban sombreados por las ramas de los árboles. Pronto la casa se perdió en la masa de las demás casas, parecidas como letras, y Valia no volvió a verla. Le pareció que atravesaban un río cuyas orillas estaban formadas por filas de linternas encendidas, tan próximas las unas a las otras como las perlas de un hilo. Pero cuando se acercaban a aquellas linternas, las perlas se espaciaban, separadas por intervalos obscuros, mientras que tras ellos formaban un solo hilo iluminado. Le parecía entonces a Valia que no avanzaban y permanecían en el mismo sitio. Todo cuanto le rodeaba se convertía para él en un cuento de hadas: él mismo, aquella mujer que era su madre y le apretaba contra sí con su mano negra, y todo lo demás que veía.
Tenía fría la mano en que llevaba el libro, pero no quiso pedir a su madre que le desembarazara de él.