gustaba. Además hacía ya mucho tiempo que te los había comprado.
Valia calló no sabiendo qué responder.
—¡Estoy sola, Valia; sola en el mundo! No tengo a nadie a quien pedir consejo... Creí que te gustarían.
Valia seguía callado. De pronto ella se echó a llorar con lágrimas ardientes que se precipitaban unas tras otras y se arrojó sobre la cama, que produjo un ruido lastimero. Por debajo de su falda se veía un pie calzado con una bota grande y usada. Apretándose con una mano el pecho y las sienes con la otra fijaba una mirada triste y repetía sin cesar:
—¡No le ha gustado! ¡No le ha gustado!
Valia con paso firme se acercó al lecho, puso su manita roja sobre la gran cabeza huesosa de su madre y dijo, con el aire grave habitual en él:
—¡No llores, mamá! Yo te querré mucho. Los juguetes no me interesan; pero te querré mucho. Voy a leerte la historia de la pobrecita hada del mar, ¿quieres?...