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vemente enfermo. Todo lo envolvía la tristeza de otoño.
—¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón!—dijo Lelia, y sin mirar atrás volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación no se acordó de que no se había despedido de Bribón.
V
Bribón corrió mucho tiempo en busca de la gente, llegó hasta la estación y sucio y mojado volvió a la casa desierta. Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie: subió por primera vez a la terraza, y enderezándose sobre sus patas traseras miró la casa por la puerta de cristales y aun la arañó con su pata. Pero la casa estaba vacía y nadie le respondió.
Caía una fuerte lluvia. Las tinieblas de otoño descendían sobre la tierra. Llenaron rápidamente la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío. En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta y extrañamente vacía, la luz se resitió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las huellas de los pies sucios; pero pronto la luz cedió.
Llegó la noche.
Y cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro lanzó un largo gemido quejumbroso. En el ruido monótono y me-