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gritar a la muchacha: «¡Corra usted, que la voy a pillar!...»; esta antigua fórmula del amor primitivo en medio de los bosques y de las ruidosas cascadas. Tenía casi ganas de llorar de felicidad. Sus largas sombras extrañas desaparecieron, el polvo de la atmósfera se hizo gris y frío; pero ellos no notaron estos cambios. Los dos habían leído buenos libros, y las imágenes de gentes que amaban, sufrían y perecían en nombre del amor puro e ideal pasaban ante sus ojos. Recordaron trozos de poesías leídas en otros tiempos, poesías que cantaban el amor, llenas de armonía y de dulce tristeza.

—¿No recuerda usted de quién son estos versos?—preguntó Niemovetsky rebuscando en su memoria:

«Y aquella a quien yo amo está de nuevo
cerca de mí y aun no sospecha nada,
ni la inmensidad de mi tristeza,
ni mi ternura, ni mi amor,
del que jamás le hablé...»

—No—respondió Zina.

Y repitió melancólicamente las últimas palabras de la poesía:

«de mi tristeza,
ni mi ternura, ni mi amor...»

—«Ni mi amor»—exclamó involuntariamente, como un eco, Niemovetsky.

Y continuaron evocando las jóvenes puras y blancas como azucenas, vestidas con negras ropas de monja, que vivían una vida aislada en la