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tristeza de los parques llenos de hojas secas en otoño y que amaban su tristeza; evocando hombres soberbios, enérgicos, pero que sufrían soñando en el amor y en el tierno afecto de la mujer. Las imágenes que evocaban en su memoria eran tristes; pero en esta tristeza el amor aparecía más claro, más puro. Inmensa como el universo, luminoso como el Sol, bello y divino como arte esplendoroso, nada había en el mundo ni más fuerte ni más bello.

—¿Sería usted capaz de morir por la que amara?—preguntó Zina mirándose su pequeña mano casi infantil.

—Sí, no tengo ninguna duda—respondió él con firmeza mirándola con ojos francos y sinceros—. ¿Y usted?

—Yo también.

Quedó pensativa.

—Tiene usted un hilo en la americana—dijo ella levantando su mano hacia el hombro de él y quitándole con mucha precaución el hilo—. Aquí está—dijo poniéndose seria, y preguntó—: ¿Por qué está usted tan pálido y tan delgado? Trabaja usted mucho, ¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.

—Tiene usted los ojos azules con unos puntitos claros como chispitas—respondió él mirándola a los ojos.

—Y los de usted son negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con...

No acabó su pensamiento y volvió la cabeza.