—¡Y esto es un caballero!—dijo con menosprecio.
El tercero del grupo era calvo y tenía una barba roja.
—El no vale nada, pero la señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.
Los tres se echaron a reír con una risa falsa y descortés.
—¡Permítame usted, señor! ¡Nada más que dos palabras!—dijo el más alto con voz de bajo mirando a sus camaradas.
Los otros se levantaron.
Niemovetsky siguió andando sin volyerse.
—¡Hay que contestar cuando se pregunta!—dijo el rojo severamente—. Por lo menos cuando no quiere uno que le rompan el alma.
—¿Lo has oído?—gritó el calvo lanzándose hacia ellos como un loco.
Una mano fuerte asió el hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vió muy cerca de su cara dos ojos redondos, de una expresión terrible. Estaban tan próximos que parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente las venículas rojas sobre lo blanco del ojo y el pus amarillo sobre las pestañas. Soltando la mano inmóvil de Zina metió la suya en el bolsillo buscando su portamonedas y balbuceó:
—¿Quieren ustedes dinero?... Aquí está... tengan...
Los ojos redondos tuvieron una expresión de disgusto.