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como diciendo: «¡Toma, toma!» Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia; pero siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos hombres misteriosos. Estos esperaron; tres pares de ojos miraron en la obscuridad inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse las simpatías de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba preñado de amenazas, deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en ellos la compasión, les preguntó:
—¿Es éste el sendero que conduce a la ciudad?
Pero no respondieron. El rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos miraron con una mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, malintencionados, sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de carrillos rojos, hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un oso al apoyarse sobre sus patas, se puso en pie respirando con dificultad. Sus camaradas le dirigieron una mirada rápida y en seguida se volvieron todos hacia Zina mirándola con fijeza.
—Tengo mucho miedo—dijo ella muy bajo.
Niemovetsky se pudo percatar de ello por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar tranquilidad y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar echó a andar con largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.