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Volvió la cabeza y enrojeció de nuevo. El largo insomnio había embrollado demasiado sus ideas; por otra parte, a pesar de sus veintiséis años, era de tal modo ingenuo, que este diálogo tan chusco en una casa donde todo está permitido y donde no hay costumbre de ofenderse le parecía muy natural.

—¿No es usted escritor?—preguntó ella desnudándose.

—¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿Es que le gustan los escritores?

—No, no los quiero.

—¿Y por qué? No son malas personas—dijo él bostezando largamente.

—¿Cómo se llama usted?

Refexionó un momento y dijo:

—Llámeme usted Juan... No, Pedro.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted?—continuó ella.

Le interrogaba dulcemente pero con insistencia, como si lo arropara con sus preguntas. Pero dominado por el sueño no la oyó. En su cerebro, que se apagaba, se iluminó por un solo instante el cuadro de todo lo que había vivido durante aquellos días y aquellas noches de persecuciones policíacas, los hombres y las cosas, el tiempo y el espacio, la luz y las tinieblas. Y de repente todo ello quedó en vuelto en una niebla espesa, cayó en un abismo y perdió sus colores. Como un relámpago se dibujó en su imaginación la vasta sala de un museo sumida en una tranquilidad absoluta y débilmente alumbrada, donde pasó el día anterior dos horas ocul-