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tándose de los espías. Y soñó que estaba sentado en un canapé de terciopelo muy confortable y miraba un gran cuadro negro. Era tan dulce mirar aquel cuadro antiguo, sobre el que reposaban los ojos evocaba pensamientos tan agradables, que el hombre, casi completamente dormido, tuvo una sonrisa de felicidad.
En este momento se oyó la música que tocaban en la sala. Millares de sonidos breves y dulces llenaron el aire. «Ahora ya me puedo dormir», se dijo. Y un instante después estaba completamente dominado por el sueño, que le abrazó con fuerza y le arrebató a regiones desconocidas.
Una hora, dos horas pasaron. Dormía siempre en la misma posición en que se había colocado al acostarse. Tenía la mano derecha en el bolsillo donde había metido la llave y el revólver. La muchacha, desnudos los brazos y el cuello, estaba sentada frente a él. Fumaba lentamente, bebía coñac y le miraba. A veces para ver mejor alargaba su cuello, y entonces se dibujaban dos pequeños pliegues en las comisuras de sus finos labios. Se había él olvidado de apagar la lámpara eléctrica suspendida del techo y a su luz tenía un aspecto algo fantástico: ni joven ni viejo, ni guapo ni feo, desconocido, lleno de misterio; sus mejillas, su nariz semejaban las de un pájaro; su respiración, fuerte y metódica... Todo en él era misterioso y desconoci-