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antes había desaparecido, estaba lejos de allí; el Niemovetsky de ahora sacudía con una pasión feroz el cuerpo inerte pero cálido, y decía, sonriendo con una sonrisa de loco:

—¡Responde! ¿Por qué no dices nada? ¡Te amo locamente!

Con la misma sonrisa falsa aproximó sus ojos ensanchados al rostro de la joven y murmuró:

—¡Te amo! ¡No dices nada, pero sonríes, lo estoy viendo! ¡Te amo, te amo, te amo!

Atrajo hacia sí con más fuerza el cuerpo mudo, sin voluntad, que por su flexibilidad inerte provocaba en él la pasión salvaje. Perdió la cabeza y murmuró con voz ahogada, no conservando ya de hombre mas que la capacidad de mentir:

—¡Te amo y nadie sabrá nada de esto! Nos casaremos mañana, cuando tú quieras; te amo. Voy a besarte y tú me corresponderás, ¿no es eso, amor mío?

La besó apasionadamente en la boca, sintiendo sus dientes en los labios, y perdiendo con aquel beso los últimos destellos de la razón. Le pareció que los labios de la joven se estremecían. El horror fulminante iluminó un momento su cerebro, abriendo ante él un abismo...

Y aquel abismo negro le tragó.