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la mano. La separó nuevamente y la avanzó otra vez.

—¡Pero estoy loco!—gritó espantado y se sobre saltó de miedo de sí mismo.

Durante un corto instante vió aún el rostro de la joven; después no lo vió ya. Se esforzaba en convencerse a sí mismo de que aquel cuerpecito pertenecía a Zina, con quien él se había paseado aquella misma noche, a Zina, que le hablaba del infinito; pero ya no pudo más. Aquello era más fuerte que él. Trataba de compenetrarse con el drama horrible que había tenido lugar allí, pero era tan espantoso aquel drama que no le hacía sentir nada. Su imaginación se negaba a comprenderle.

—¡Zina! ¡Zina! Pero ¿qué es lo que pasa?—imploraba continuamente.

El pobre cuerpo torturado seguía siempre inmóvil. Niemovetsky, pronunciando palabras in sensatas, se puso de rodillas. Imploró, amenazó con matarse, sacudió el pobre cuerpo atrayéndolo hacia sí y casi hundiendo en él sus uñas. El cuerpo, confortado con el calor, cedía dulcemente a sus esfuerzos siguiendo sin protesta los movimientos de Niemovetsky, y esto eran tan horrible, tan in comprensible y absurdo, que Niemovetsky se estremeció de nuevo y gritó desesperado:

—¡Socorro!

Pero su voz era falsa y no natural.

Se arrojó de nuevo sobre el cuerpo resignado, besándole, llorando, sintiendo muy cerca un abismo negro, horrible, atrayente. El Niemovetsky de