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contemplaban la animación del bulevar. Los árboles, cubiertos de polvo gris, se erguían inmóviles bajo los rayos cálidos del Sol ardiente y casi no daban sombra. Todos los bancos estaban ocupados por hombres y mujeres sucios y mal vestidos, sin pañuelos, sin gorras, como si no tuvieran casa y anduvieran viviendo por la calle. Unos tenían un aire indiferente; otros, malvado y desordenado; pero en todos aquellos rostros había una expresión de cansancio, de disgusto y de desprecio para los demás.
Se veía con frecuencia una cabeza despeinada inclinada suavemente sobre el hombro; un cuerpo que buscaba instintivamente un sitio donde descansar como un viajero de tercera clase que hace un largo viaje fatigoso; pero no había medio de encontrar un rincón donde acostarse, pues el guarda, con su uniforme azul claro y su grueso garrote en la mano, pasaba vigilando a toda aquella gente; estaba terminantemente prohibido acostarse en los bancos o en el suelo, sobre la hierba fresca y tierna, aun cuando la quemara el sol. Las mujeres, vestidas siempre con más aseo y hasta con un poco de coquetería según la moda, se parecían mucho unas a otras, por más que las había viejas y muy jóvenes, casi niñas. Se oían sus voces enronquecidas, grotescas; unas reñían entre sí; otras besaban a sus hombres sin preocuparse, como si estuvieran solas en el bulevar. Otras veces bebían vodka y mascaban cortezas. Se veía a ratos a un hombre borracho que pegaba a su amiga, borracha también; ella caía, se levantaba, caía nuevamente