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nos en las rodillas. Sus ojos estaban tristes, llenos de apatía, y las mejillas, arrugadas como las de un viejo.

El tren se paró.

Atropellando a los demás viajeros él y su madre se encontraron en una calle llena de ruidos, y la ciudad enorme tragó con indiferencia su pequeña víctima.

—¡Guarda bien mi caña de pescar!—dijo Petka a su madre cuando estaban ya a la puerta del salón de peluquería.

—Estáte tranquilo, niño mío; te la guardaré. Quizá vuelvas otra vez al campo...

Y de nuevo se oyeron en el sucio salón órdenes rudas: «¡Chico, el agua!» De nuevo el cliente vió una manita sucia que ponía el agua sobre la mesita y oyó el murmullo amenazador: «¡Aguarda! ¡Ya verás!» Esto quería decir que Petka había cometido una faltilla cualquiera.

Cuando llegaba la noche, detrás del tabique donde dormían Petka y Nicolka se oía una vocecita dulce de niño. Petka contaba a su camarada las maravillas del campo, cosas que parecían extraordinarias, que nadie había visto ni oído jamás. Después de un breve silencio, cortado por la respiración irregular de dos pechos infantiles, se oía otra voz más enérgica y vulgar, la de Nicolka:

—¡Diablos! ¡Quisiera que reventaran!—-decía.

—¿Quiénes?

—Todos...