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se echó a llorar, no como lloran los niños de la ciudad, delgados y exhaustos, sino como un gran mujik robusto, rodando por tierra lo mismo que aquellas mujeres borrachas que tantas veces había visto en el bulevar. Con sus pequeños puños golpeaba las manos de su madre—que se esforzaba por levantarle—, la tierra y todo lo que había a su alrededor, sin que le importara el hacerse daño con las piedras del suelo.

Por fin se calmó. El amo dijo al ama, que en pie ante el espejo prendía en sus cabellos una rosa blanca:

—Mira, ya no llora; los niños olvidan en seguida la pena.

—Sí, pero me da mucha lástima de ese pobre chico.

—Es verdad; allá en la ciudad las condiciones de su existencia son terribles; pero hay gentes aun más desgraciadas. Y bien, ¿estás dispuesta?

Se fueron al jardín público, donde se bailaba aquella noche y donde tocaba la música militar.

Al día siguiente, en el tren de las siete de la mañana, Petka salía para Moscú. De nuevo vió los campos, blancos a causa del rocío matinal; pero iban en sentido opuesto al que vió Petka cuando vino de Moscú. Su delgado cuerpo estaba cubierto por el chaquetón usado y tenía puesto un cuello postizo. No estaba agitado como en su primer viaje; no corría de una ventanilla a otra, sino que permanecía quieto y humilde, con las ma-