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do para Luba. Sus cabellos negros estaban cortados al rape como los de los soldados; bajo la sien izquierda, muy cerca del ojo, se veía una pequeña cicatriz. No llevaba cruz al cuello.

En la sala la música tan pronto se extinguía como llenaba de nuevo toda la casa de sonidos caprichosos. A veces se oían gentes que cantaban y danzaban. Luba permanecía siempre inmóvil, fumaba cigarrillos y examinaba al hombre. Con mucha atención, alargando el cuello, miró su mano izquierda posada sobre el pecho: era ancha, de dedos fuertes. Le pareció a Luba que esta mano pesaba demasiado sobre el pecho, y dulcemente, para no despertarle, se la quitó de donde estaba y se la puso a lo largo del cuerpo. Luego se levantó bruscamente, apagó la lámpara eléctrica de arriba y encendió la de abajo cubierta por una pequeña pantalla roja.

El no se movió. Los tonos rosa de la lámpara iluminaron su faz inmóvil y tan misteriosa para Luba. Esta volvió la cabeza, se abrazó las rodillas con sus brazos rosados y alzó los ojos al techo. Permaneció así mucho tiempo con el cigarrillo apagado en la boca.

III

Algo inesperado y grave había pasado mientras dormía. Lo comprendió inmediatamente, aunque no se había despertado por completo aún, al oír una voz desconocida y bronca; lo comprendió por