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lla mujer se había vuelto loca. La idea de que todo estaba perdido, y de una manera tan estúpida que habría quizá que cometer aquel asesinato cruel, insensato e inútil, y perecer a pesar de ello, le llenó de horror. Pálido como la nieve, pero dominándose, decidido ya, miró a la mujer, siguió todos sus movimientos y reflexionó.

—Y bien; ¿no dices nada?—insistió ella burlándose—. ¿Te ha cortado la palabra el miedo?

Podría apretar aquel cuello de serpiente y estrangularlo allí mismo. Ni siquiera tendría tiempo de gritar. No sentía ninguna piedad por aquella muchacha que retenida por su presión volvía la cabeza como una serpiente a la que se estrangula. Sí, sería fácil acabar así con ella. Pero ¿y después?

—Luba, ¿sabes quién soy yo?

—Sí que lo sé. Eres un revolucionario. Eso es lo que tú eres.

Pronunció estas palabras con firmeza, solemne, escandiendo cada palabra.

—¿Cómo lo sabes tú?

Se sonrió burlonamente.

—No estamos en una selva. Sabemos algunas cosas...

—Pero admitamos que eso es verdad...

—¡Y tanto que es verdad! ¡Pero suéltame la mano! ¡Vosotros no sois capaces mas que de martirizar a mujeres! ¡Déjame!

Le soltó la mano y se sentó, contemplándola con una mirada insistente y pensativa. Su rostro es taba contraído, pero conservaba su expresión se-