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rena, un poco triste. Y así, con aquella expresión, de tristeza, ella vió de nuevo en él algo misterioso, lleno de sorpresas.

—¿Qué es lo que miras en mí? ¡Tú no has visto nunca una mujer!—gritó groseramente, y añadió, de una manera inesperada para ella misma, un juramento cínico.

El se sorprendió, pero siguió con los ojos fijos en ella y empezó a hablar con calma, con una voz sorda, como si estuviera muy lejos:

—¡Escúchame, Luba! Naturalmente tú puedes perderme como podría hacerlo cualquiera en esta casa y aun cualquiera que pasara por la calle. Bastaría dar un grito para que docenas, centenares de hombres corrieran inmediatamente a detenerme y quizá a matarme. ¿Y por qué? Nada más que por que no he hecho nunca daño a nadie, porque he consagrado toda mi vida al bien de los demás. ¿Comprendes tú lo que quiere decir «consagrar uno toda su vida»?

—No, no lo comprendo—respondió con firmeza la muchacha; pero le escuchaba muy atentamente.

—Los unos—continuó él—lo hacen por bestialidad; los otros, por maldad. Porque los malvados no quieren a las personas de buen corazón.

—¿Y por qué quererlas?

—No creas que me vanaglorio, Luba. Reflexiona un poco; eso ha sido mi vida, toda mi vida. Desde la edad de catorce años se me ha arrastrado por las cárceles. Se me ha expulsado de los colegios; mis padres me echaron de casa. Una vez se me qui-