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ba un silencio melancólico; en la nebulosidad rosácea se percibían pequeñas volutas de humo de cigarrillo.

—Y bien, Luba, ésa es mi vida.

Permaneció silencioso, con los ojos bajos, como si pensara en su vida, tan pura, tan dolorosamente bella.

Ella guardaba también silencio. Después se levantó y cubrió sus hombros desnudos con una toquilla. Pero al encontrarse con la mirada extraña y agradecida de él se quitó la toquilla con una sonrisa de malignidad, de suerte que ahora se veía uno de sus pechos, opaco, de un rosa tierno.

El volvió la cabeza y alzó ligeramente los hombros.

—Bebe coñac—dijo ella—. ¡Basta de comedia!

—No bebo jamás.

—¿Jamás? ¡Anda! Pues yo sí bebo.

Tuvo de nuevo una sonrisa malvada.

—¿Tienes cigarrillos?—le preguntó—. Dame uno.

—No son buenos.

—Me es igual.

Cuando le dió el cigarrillo, notó con gozo que Luba había subido su camisa más arriba; esto le inspiró confianza y la esperanza de que todo se arreglaría. El mismo sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero fumaba muy mal, sin tragar el humo, y tenía el cigarrillo como una mujer, entre los de dos extendidos.

—¡Ni siquiera sabes fumar!—dijo la muchacha encolerizada.