—¡Pobre Luba!—dijo simplemente.
—Pero ¿qué? ¡Vamos!
—Dame tu mano.
Y subrayando con su actitud que era para él un ser humano y no una mujer que se vende, tomó su mano y apoyó respetuosamente sus labios en ella.
—¿Pero es a mí a quien besas la mano?
—Sí, Luba, a ti.
Y muy dulcemente, como si le diera las gracias, la muchacha dijo:
—¡Vete de aquí! ¡Vete, idiota!
Al principio él no comprendió.
—¿Qué?
—¡Que te vayas te digo!
Y silenciosa, con paso decidido, atravesó la habitación, recogió del rincón el cuello postizo blanco y se lo tiró con una mueca de disgusto, como si fuera una rodilla sucia y repugnante. Entonces él, también silencioso, con aire altanero, sin dignarse siquiera mirarla, comenzó a ponerse lentamente el cuello. Pero en este momento Luba lanzó un grito penetrante y le golpeó con toda su fuerza en la afeitada mejilla. El cuello postizo cayó por tierra, el hombre se tambaleó, pero siguió en pie. Terriblemente pálido, casi azul, pero siempre silencioso y altanero, fijó en Luba sus densas miradas inmóviles. Toda anhelante, Luba le miró llena de horror.
—Y bien, ¿qué?—gritó desesperadamente.
El callaba siempre. Entonces, enloquecida por su pasividad altanera, presa del terror, no compren-