ne usted los calzoncillos sucios, le prestaré los míos. ¡Sería tan pintoresco! Póngaselos, se lo suplico. ¿Se los va usted a poner, no, querido, rico mío?
Se ahogaba de risa y le tendía las manos en ademán de súplica. Luego se arrodilló ante él, e intentando apoderarse de sus manos continuó:
—¡Déme ese gusto! ¡Se lo ruego, lobito mío! En agradecimiento le besaré las manos...
Se desembarazó de ella y le dijo con una tristeza infinita:
—¡Basta, Luba! ¿Qué es lo que le he hecho a usted? Me parece que no tiene usted queja de mí y, sin embargo, si la he ultrajado a usted le pido perdón: soy tan torpe... No sé conducirme con las mujeres...
Ella encogió los hombros desnudos con desprecio, se levantó y se sentó. Respiraba fatigosamente.
—Vamos, ¿no quiere usted? ¡Qué coraje! Querría haber visto si le entraban bien.
El vaciló, y encontrando difícilmente las palabras le dijo:
—Escuche usted, Luba... Si usted insiste... accederé... Podríamos apagar la luz... ¡Apague usted la luz, Luba!
—¿Qué?—dijo ella asombrada, muy abiertos los ojos.
—Quiero decir que usted... usted es una mujer, y yo... Naturalmente, yo no he hecho bien... No crea usted, Luba, que esto es por piedad... nada de eso... Al contrario, yo mismo... Apague la luz, Luba.