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quiera sin que lo sientas gran cosa. Y has de saber que he abofeteado ya a algunos hombres, pero ninguno me había inspirado tanta piedad como ese pobre escritorzuelo. Cuando le abofeteo grita siempre: «¡Más fuerte, que me lo tengo bien merecido!» Y a todo esto, borracho, repugnante... ¡un canalla!
Hizo que miraba con mucha atención su mano derecha.
—¡Anda! Te he zurrado tan fuerte que me he hecho daño. ¡Pon aquí un beso!
Le tendió groseramente la mano a la boca y se puso de nuevo a pasear. Su excitación aumentaba. Se creería que por momentos la ahogaba el calor: respiraba con dificultad y llevándose la mano al corazón frecuentemente. Por dos veces había llenado la copa de coñac y la había vaciado.
—Pero me había dicho usted que no quería beber sola—le dijo él severamente.
—Es la falta de voluntad, querido—respondió simplemente—. Además ya hace mucho tiempo que estoy envenenada por el alcohol y si no bebo me ahogo. De esto es de lo que tengo que morir.
Y de pronto, como si lo acabara de ver en aquel momento, se puso a mirarlo con extrañeza..
—¡Toma, si eres tú! ¿No te has ido todavía? Pues bueno, ya que estás aquí...
Se quitó el chal enseñando sus brazos desnudos.
—¿A qué diablos taparme? ¡Hace tanto calor!... Era por consideración a ti, a tu pudor... ¡Imbécil! Oiga: puede usted quitarse los pantalones... Si tie-