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ga. Que se quede allí, que vuelva donde los suyos, todo se acabó: ha roto con su mundo. ¿Por qué vino a aquella casa maldita? Hubiera valido más seguir en la calle, a merced de los espías, dejarse prender y conducir a la prisión. La prisión no le asustaba ya: allí podía seguir siendo puro. Ahora ya era demasiado tarde: ni la prisión le salvaría ya.
—¿Lloras?—preguntó Luba.
—¡No!—respondió con firmeza—. Yo no lloro jamás.
—Eso está bien. Nosotras las mujeres podemos permitirnos llorar; vosotros los hombres no. Si vosotros llorarais también, ¿quién respondería de esas lágrimas ante Dios?
—Pero ¿qué hacer, Luba, qué hacer?—exclamó con la muerte en el alma.
—Quédate conmigo. Ahora eres mío para toda la vida.
—¿Y los otros?
Ella frunció las cejas.
—¿Quiénes?
—¡Los hombres! ¡Los hombres, por quienes he trabajado! ¡No era por mi gusto por lo que llevaba, esta pesada cruz... por lo que yo estaba dispuesto a matar!
—No me hables de los hombres—dijo severamente Luba temblándole los labios—. Vale más no hablarme de eso. Te voy a dar de bofetadas. ¿Lo oyes?
—Pero vamos a ver, Luba...
—Ten cuidado, rico. Basta de esconderse ya de-