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lo que buscaba, él puso su mano sobre la cabeza de la mujer y repitió:

—No quiero ser puro.

Arrebatada de alegría empezó ella a agitarse a su alrededor, a desnudarle como a un niño pequeño, a desabrocharle los botines; le acariciaba los cabellos, las rodillas. De pronto, mirándole a los ojos, exclamó llena de angustia:

—¡Qué pálido estás! ¡Toma en seguida una copita! ¿Te sientes mal, Pedrito mío?

—Me llamo Alejo.

—Es igual. Si quieres voy a echarte coñac. Pero ten cuidado, es muy fuerte... Y para ti que no tienes costumbre...

Y lo miró cómo bebía a pequeños tragos. No sabía beber y empezó a toser.

—Eso no es nada. Veo bien que aprenderás pronto a beber. ¡Bravo! Estoy muy contenta de ti.

Lanzando breves chillidos de alegría saltó sobre sus rodillas y le cubrió de besos, a los que él no tenía tiempo de responder. Aquello le parecía chusco: apenas si le conocía ella y, sin embargo, sus besos ¡eran tan fuertes! La besó, la apretó contra sí de manera que no se podía mover, como si quisiera experimentar sus fuerzas. Dócil y alegre ella le dejó hacer.

—¡Está bien, está bien!—repetía él con un ligero suspiro.

Luba parecía loca de felicidad. Se diría que la pequeña habitación estaba llena de mujeres alegres, agitadas, que hablaban sin cesar, besaban,