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Se oía en ello el grito de angustia de las campanas, el ruido de las cadenas de hierro, la plegaria desesperada, la risa diabólica de seres misteriosos.

Permaneció así, con su rostro ancho y pálido, tan próximo a aquellas desgraciadas criaturas que aullaban a su alrededor. Su voluntad se afirmaba en su alma devastada y se sentía capaz de demolerlo todo como de crearlo todo.

Golpeó la mesa con el puño.

—¡Luba, hay que beber!

Y cuando ella, dócil y sonriente, llenó todas las copas, levantó la suya y proclamó:

—¡A la salud de los nuestros!

—Es decir, ¿de tus camaradas?—preguntó ella muy bajo.

—¡No; bebo a la salud de estos, de los nuestros! ¡A la salud de todos los canallas, de los bribones, de los cobardes, de todos los que están aplastados por la vida, que mueren de sífilis!...

Las mujeres rieron, pero la gorda le dijo con tono de reproche:

—¡Eso es ya demasiado, querido!

—¡Calla tú!—gritó Luba—. Es mi bien amado.

—Bebo a la salud de los ciegos de nacimiento. Saquémonos los ojos porque da vergüenza mirar a aquellos que no ven. Si nuestros ojos no pueden servirnos de linternas para iluminar las tinieblas de la vida arranquémoslos y ¡viva la noche! Si todo el mundo no puede entrar en el paraíso, no lo quiero para mí. ¡Abajo la luz, vivan las tinieblas!

Se tambaleó un poco y vació su copa. Su voz era