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bra del hombre era para ella un martillazo que forjaba un alma.

De repente exclamó con una voz nueva, desconocida:

—¡Pero, querido, también yo soy mujer!

—¿Y qué?

—Pues que puedo vivir como ellas... como las mujeres de que me hablas.

El no dijo nada. Aquel hombre que vivía junto a todos aquellos mártires, que era su camarada, inspiró a Luba tanto respeto que le dió vergüenza de estar acostada así con él en el mismo lecho y de besarle. Se apartó un poco y quitó la mano de su hombro. Y olvidándose de su odio a los puros y a los honrados, de todas sus maldiciones, de los largos años de su vida en aquella casa, se sintió tan conmovida por la belleza de la vida de que él le hablaba, que ahora sólo un temor la martirizaba: que aquellos hombres no la quisieran.

—Di, querido, ¿me aceptarían? ¿O quizá no me querrán? Quizá me digan que no tienen necesidad de mí, de una muchacha perdida, prostituida.

—Sí te recibirán—respondió él tras una pequeña pausa—. ¿Por qué no?

—¡Oh qué buenos son!

—Sí son buenos—afirmó él.

—¡Sí, sí! ¡Y cuánto!

Tuvo ella una sonrisa tan feliz, que se diría que las tinieblas se habían iluminado de repente. Luba veía ahora otra verdad que la llenaba de alegría.

—¡Vamos, pues, donde esos hombres!—dijo—.