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mo, el viejo policía, no era mas que un crapuloso que no valía nada. Cuando los demás policías se echaron a reír añadió que sin aquellos héroes la vida sería demasiado monótona, y que eran buenos por lo menos para que se los ahorcara.

—Es un verdadero placer ahorcarlos, por nosotros y por ellos. Ellos están contentos porque van derechos al paraíso; nosotros, porque todavía quedan gentes bravas, intrépidas.

Los otros no tomaban en serio estos sofismas y seguían riendo. Acabó por reírse él también, pues en su borrachera eterna ya no sabía diferenciar la verdad de la mentira. Pero ahora, en la madrugada fría de otoño, sentía que sus ideas habían cambiado, que aquel terrorista no era ya un héroe para él, sino simplemente una fiera peligrosa.

«¡Estúpido de mí, llamarle héroe!—pensaba—. ¡Dios mío, si ese canalla se mueve lo mato como a un perro!»

Y reflexionaba por qué era tan apegado a la vida, él tan viejo, enfermo de la gota. Se volvió a los hombres que iban tras él y gritó con cólera:

—¡No os disperséis! ¡Marchad en orden y no como carneros!

El viento se le metía por debajo del abrigo y del uniforme, tan anchos, que parecía había adelgazado de repente. A pesar del frío le sudaban las manos.

Se rodeó la casa de tal forma que dijérase que no había dentro un enemigo sólo, sino toda una compañía. Y sin hacer ruido, de puntillas, penetraron por el corredor hasta la puerta terrible. Se oye-