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ron en seguida que era él el hombre a quien se buscaba desde hacia tres días; sus últimas huellas se perdían precisamente en aquella callejuela. La policía incluso tenía intención de hacer un registro en todas las casas de lenocinio de aquella calle; pero alguien la había puesto sobre otra pista.

Se previno por teléfono al jefe de policía, y media hora mas tarde un gran destacamento de policías y de espías se dirigían hacia aquella casa, en una madrugada fría de octubre. A la cabeza, lleno de angustia y de temor, iba un oficial de policía, hombre de alta talla, ya de edad, cubierto con un abrigo demasiado ancho. Bostezaba nerviosamente y pensaba de mal humor que valdría más llamar en su auxilio a los soldados; que sin soldados era demasiado peligroso atacar al terrorista célebre, solamente con sus torpes policías, que ni si quiera sabían tirar. Se figuraba ya que muy pronto iba a convertirse en una «víctima del deber» muerta por el terrible terrorista, y este pensamiento le daba escalofríos.

Conocía bien aquellas casas de lenocinio, que le pagaban grandes sumas por ocultar sus pequeños escándalos. No tenía ninguna gana de morir. Cuando se le despertó aquella noche examinó detenida mente su revólver e hizo que le limpiaran su uniforme, como si se preparara para alguna solemnidad. La víspera, cuando en el puesto de policía se habló de aquel terrorista que despistaba a los espías tan hábilmente, aquel oficial había declarado francamente que era un héroe, mientras que él mis-